Vivimos en una era de agresores. Quienes ostentan el poder están menos limitados hoy que durante mi vida, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
La pregunta es: ¿cómo podemos llevar una vida moral en esta época?
Vladimir Putin lanza una guerra horrenda contra Ucrania. Tras la atrocidad de Hamás, Benjamín Netanyahu bombardea Gaza hasta dejarla en ruinas y ahora mata de hambre a sus ocupantes restantes.
Trump secuestra a miles de personas trabajadoras dentro de Estados Unidos y las encierra en campos de detención, separando a sus familias y sembrando el miedo. Sus agentes de inmigración están acusados de atacar a personas de piel morena.
Usurpa los poderes del Congreso, desafía a los tribunales y persigue a sus enemigos.
Él y sus lacayos republicanos recortaron Medicaid y los cupones de alimentos (salvavidas de los pobres, incluidos millones de niños) para que los ricos puedan obtener una reducción de impuestos.
Los sembradores de odio en la televisión y las redes sociales de derecha alimentan la intolerancia contra las personas transgénero, los inmigrantes, los musulmanes, las personas de color y las personas LGBTQ+.
Hombres poderosos abusan de mujeres. Algunos de los abusados son niños.
Los políticos masculinos poderosos hacen imposible que las mujeres obtengan abortos seguros.
Los directores ejecutivos obtienen ganancias y compensaciones récord mientras dan a los trabajadores salarios miserables y los despiden por sindicalizarse.
Los multimillonarios hacen grandes donaciones de campaña –sobornos legalizados– para que los legisladores reduzcan sus impuestos y deroguen regulaciones.
Cada uno de estos abusos de poder fomenta otros abusos y socava las normas de civilidad.
Cada vez que el más fuerte intimida al más débil, el tejido social se pone a prueba. Si no se contiene el acoso, el tejido se deshace. Quienes sufren acoso —que se sienten impotentes, vulnerables, amargados y desesperados— se convierten en pasto de los “caudillos”, demagogos que los conducen a la violencia, la guerra y la tiranía.