VENECIA, Italia –Hasta hace poco, el espectro de una alianza internacional de partidos populistas de extrema derecha en democracias de todo el mundo era precisamente eso: cualquier apariencia de cooperación era una forma de autobombo, más que una expresión de verdadera solidaridad. Pocas figuras de la extrema derecha han hecho sacrificios mutuos o han interferido seriamente en los asuntos internos de otros países para apoyar a sus aliados. Y los esfuerzos por unir a la extrema derecha en el Parlamento Europeo han sido decepcionantes.
Pero eso podría estar cambiando. La amenaza del presidente estadounidense Donald Trump de imponer aranceles punitivos a Brasil, con el objetivo explícito de proteger a su expresidente de extrema derecha, Jair Bolsonaro, de una “cacería de brujas”, marca un cambio significativo de táctica. Es más, la intromisión de Trump en otras democracias en nombre de la “libertad de expresión” favorece a poderosos intereses en Estados Unidos: las empresas tecnológicas que no quieren ser reguladas por gobiernos extranjeros.
A menudo se dice que la extrema derecha internacional es una contradicción. Al fin y al cabo, todo líder de extrema derecha es nacionalista, lo que parecería excluir, por definición, una alianza internacional. Pero esta visión muestra poca sofisticación filosófica o, en realidad, poca conciencia histórica.
En la Europa del siglo XIX, liberales como Giuseppe Mazzini se apoyaron mutuamente en sus diversas luchas por la libertad y la independencia de las potencias imperialistas. En aquel entonces, nadie se quejó de la profunda contradicción inherente a una alianza internacional liberal dedicada a la autodeterminación nacional.
Del mismo modo, los populistas de extrema derecha actuales pueden afirmar que forman un frente unido contra los “globalistas” y las supuestas “élites liberales” ilegítimas. Esta retórica —y las teorías conspirativas que la acompañan, a menudo teñidas de antisemitismo— ha trascendido fácilmente las fronteras. Los políticos de extrema derecha también se han copiado unos a otros lo que los académicos han llamado “peores prácticas” para socavar las democracias. Basta con pensar en la proliferación de leyes que obligan a las organizaciones de la sociedad civil a registrarse como “agentes extranjeros” u otras tácticas represivas apenas veladas.
La extrema derecha también cuenta con una infraestructura ideológica transnacional. Es cierto que no existe una Comintern populista que emita interpretaciones vinculantes de la doctrina. Pero la colaboración es real: por ejemplo, los institutos húngaros, generosamente financiados por el gobierno de Viktor Orbán, ahora están aliados con la Fundación Heritage en Estados Unidos.
Hasta ahora, sin embargo, ha faltado solidaridad concreta entre los líderes populistas. Cuando Trump afirmó fraudulentamente haber ganado las elecciones presidenciales estadounidenses de 2020, sus aliados internacionales, desde el primer ministro indio Narendra Modi hasta el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, podrían haberse negado a reconocer a Joe Biden como presidente. En cambio, felicitaron a Biden por su victoria, priorizando el pragmatismo sobre la afinidad ideológica.
Pero Trump está cambiando eso en su segundo mandato, adoptando un enfoque ideológico para confrontar a otros países que, obviamente, socava las normas internacionales de larga data. En el caso de Brasil, está usando la amenaza de un arancel del 50% para presionar al gobierno a que ponga fin al juicio penal federal contra Bolsonaro por intentar orquestar un golpe de Estado tras perder las elecciones presidenciales de 2022. A diferencia de Trump, quien nunca rindió cuentas por su papel en la insurrección del 6 de enero de 2021 en el Capitolio de Estados Unidos, Bolsonaro —a menudo llamado el “Trump de los Trópicos”— ya tiene prohibido postularse a un cargo público hasta 2030.
En su carta al gobierno brasileño anunciando el impuesto, Trump también lo acusó de “ataques insidiosos a… los derechos fundamentales de libertad de expresión de los estadounidenses”, incluyendo la censura de las “plataformas de redes sociales estadounidenses”. Esto pone de relieve otra dimensión del acoso económico de Trump: la cruzada de su administración contra los esfuerzos para prohibir el discurso de odio y regular la esfera digital. En febrero, el vicepresidente J. D. Vance reprendió a los europeos por su supuesta falta de respeto a la “libertad de expresión”. Mientras tanto, el Departamento de Estado habría puesto en la mira al destacado juez brasileño Alexandre de Moraes, quien en un momento dado bloqueó la X de Elon Musk en Brasil y está tomando la iniciativa para responsabilizar penalmente a Bolsonaro por su conducta.