Europa debe elegir: invertir en el miedo o en el futuro

Aumentar los presupuestos militares frente a un gasto social estancado es una disyuntiva riesgosa.

Begüm Zorlu es investigadora en la City University of London (St. George’s). Gülseren Onanç es investigadora visitante en la Escuela de Gobernanza Transnacional del Instituto Universitario Europeo. Ediz Topcuoğlu es investigadora doctoral en el Instituto Universitario Europeo.

Cuando los líderes de la OTAN propusieron aumentar el gasto de defensa al 5 por ciento del PIB durante su última cumbre —un aumento dramático respecto del 2 por ciento anterior— sólo España cuestionó la sensatez de tal cambio.

Pero a la sombra de la guerra y la inseguridad, hay otra pregunta que deberíamos hacernos: ¿Es la militarización la única forma de defensa que necesita Europa?

Para la mayoría de los europeos, las amenazas diarias no se presentan en forma de misiles, sino en forma de alquileres desorbitados, guarderías inasequibles y un transporte público deficiente. En toda Europa, el coste de la vida está en aumento y los servicios públicos están al límite de su capacidad. Sin embargo, es la defensa la que domina la agenda.

Y si bien Europa está justamente alarmada por la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia y las amenazas más amplias a su soberanía territorial, incrementar los presupuestos militares frente al estancamiento del gasto social es una disyuntiva riesgosa.

Una estrategia que margina la resiliencia social en favor del poder duro corre el riesgo de debilitar la misma cohesión que pretende defender. El autoritarismo no prospera únicamente con amenazas externas; crece cuando las democracias no logran cumplir con los objetivos básicos. Y una sociedad desgastada por la escasez de viviendas, el deterioro de las infraestructuras y la erosión de la confianza pública no puede mantenerse unida solo con arsenales.

Consideremos, por ejemplo, la lección más reciente sobre “seguridad social” que llegó de la ciudad de Nueva York, donde Zohran Mamdani —quien forma parte de una nueva generación de socialdemócratas— ganó sus primarias. Mamdani abrazó abiertamente políticas que aterrorizarían a la corriente neoliberal dominante de Europa: transporte público gratuito, guarderías universales, control de alquileres e impuestos sobre el patrimonio. Pero muchos neoyorquinos no descartaron su plataforma por radical. La abrazaron.

Incluso en una ciudad tan estrechamente asociada al capitalismo, la promesa de un bien público resuena. Y si tal visión puede arraigar en Nueva York, imaginemos su potencial en ciudades europeas como Nápoles, Marsella o Atenas.

Como cuna del estado del bienestar, Europa debería liderar la innovación en bienestar. Debería invertir en aquello que hace que valga la pena defender a las sociedades: vivienda asequible, educación de calidad, gobiernos locales resilientes y una buena atención sanitaria.